martes, 8 de diciembre de 2009

FESTIVIDAD DE LA INMACULADA CONCEPCION II


A mediados del siglo XVI ya había cofradías en honor de la Purísima en nuestro continente. Una de ellas, la que crearon los Reyes Católicos en España con el nombre de Santa Concepción de la Virgen María Nuestra Señora Madre de Dios, pasó a América con el nombre de Nuestra Señora de la Concepción de Zacatecas, erigida en esa ciudad de México el l2 de enero de 1551. La misma se establece luego en Cuzco, Guatemala, Huamanga, Lima y otras ciudades. En Lima, Quito y Bogotá también mantenían encendida la devoción a la Inmaculada las religiosas de la Orden de la Concepción establecidas en la segunda mitad de ese siglo.


Cuzco veneraba a la Virgen como Inmaculada en una imagen que era llamada La Linda, y por su parte Lima, en su catedral, la honraba en otra, llamada La Sola, porque durante mucho tiempo fue la única imagen en el templo mayor.


Al igual que las universidades, los Cabildos de nuestras ciudades juraron con voto defender la verdad de que María es Inmaculada en su Concepción. Así lo hicieron en nombre de la población de aquéllas: Arequipa (1632), Lima (1654), Ríobamba (1616), Zacatecas (1657), San Felipe de Lerma, Salta (1658), y otras.


Por esos tiempos asentaron su culto y extendieron su devoción nuestras imágenes de Itatí, del Valle, del Milagro, que desde entonces atraen multitudes, como por cierto la que quiso quedarse en 1630 en nuestras pampas: la Pura y Limpia Concepción del Río Luján, que con el correr del tiempo, el 8 de mayo de l887 fuera coronada solemnemente y en nombre del Santo Padre, Madre, Reina y Señora de los argentinos, y en el tercer centenario del Milagro de la Carreta, a pedido de todo su pueblo, fue proclamada, también por el Papa, Patrona de la Argentina, y jurada solemnemente como tal el 5 de octubre de 1930.

El Beato Pío IX, el Papa de la Inmaculada, cuando aún era Giovanni Maria Mastai Ferretti, pasó por la Argentina camino hacia Chile, en misión diplomática, en l824; en esa oportunidad visitó nuestra Inmaculada en Luján, y también escuchó el saludo criollo, heredado de España: - ¡Ave María Purísima! -¡Sin pecado concebida!, que lo emocionó. No dudamos que esos recuerdos quedaron en su corazón. Corazón desde donde el Espíritu Santo , años más tarde, hizo brotar el dogma.


El 8 de noviembre de 1760, durante el reinado de Carlos III, el Papa Clemente XIII
concedió oficialmente el Patronazgo de María en su Inmaculada Concepción sobre España y nuestras tierras americanas. Dice la bula:


“comprendiendo perfectamente cuán grande gloria sea para los reinos la
insigne piedad hacia Dios y la veneración de la Santísima Virgen María, de los
cuales descienden todas las bendiciones celestiales...” y proclama a la Inmaculada
Concepción Patrona de España y de sus dominios.
(Clemente XIII, bula “Quantum ornamenti”)

La bula del Papa Alejandro VII que prohibía enseñar lo contrario o poner en duda la
Inmaculada Concepción, del 8 de diciembre de 1661, llenó de júbilo al mundo entero. En nuestras ciudades americanas, como Corrientes, por ejemplo, los Cabildos decretaron fiestas, que duraban muchos días: Misas solemnes y procesiones con la Purísima, agregando la iluminación de las casas y festejos populares: danzas, saraos y juegos. Participaban también los indios, “mostrando todos el gusto y la alegría nueva para la cristiandad”.

En aquellos tiempos se inició la costumbre que aún perdura en Colombia, de encender
velas de colores en las ventanas para esperar y celebrar el 8 de diciembre. En Lima aún se canta una tierna copla que llega desde 1623:

Fue concebida María
remedio de nuestro mal,
más pura que el sol del día,
sin pecado original..


Otro testimonio del Perú, su famoso historiador el Inca Garcilaso de la Vega, dedica a
María Santísima su Historia General del Perú. En su primera hoja, al pie de su imagen dice:


“dirigida a la limpísima Virgen María, Madre de Dios y Señora nuestra”, con dos inscripciones en uno y otro margen: “Mariam non tetigit primum pecatum”, y al concluir la obra escribe: A vuestra purísima y limpísima Concepción sin pecado original, canten la gala los hombres y los ángeles en la gloria”.

La Inmaculada es la Patrona de Nicaragua; En El Viejo está su imagen antiquísima,
honrada en un santuario considerado nacional. La tradición que llega hasta hoy, es la de preparar altares en las casas que se abren a los visitantes para hacer la novena, con rezos y cánticos, y que culmina con la noche de la Purísima, al caer el sol de la víspera del 8 de diciembre. Ese día la Misa es solemnísima, y luego se pasean las imágenes por las calles y plazas, mientras repican las campanas, y el pueblo canta:


¿Quién causa nuestra alegría?
¡La Concepción de María!


En todos los países de nuestra América tenemos testimonios de amor a la Inmaculada.
Uruguay la tiene como Patrona, como Nuestra Señora de los Treinta y Tres. Su imagen de El Pintado, es una muy antigua reproducción de la Purísima de Luján. Ante ella oraron los treinta y tres patriotas al proclamar la independencia, por eso en los últimos versos de su himno, compuesto por el gran poeta Juan Zorrilla de San Martín, se exclama:


¡Viva la Patria que nació cristiana!
¡Viva la estrella de nuestra mañana!
Virgen soberana de los Treinta y Tres.


La Inmaculada de Suyapa es la Patrona de Honduras, y Capitana de sus Fuerzas Armadas. La pequeña y devota imagen fue hallada por un nativo en el bosque, en el siglo XVIII.

Paraguay también tiene por Patrona a la Inmaculada, como Nuestra Señora de Caacupé1, y Brasil, en la advocación de Nuestra Señora de la Aparecida, donde siempre es aclamada:


“Viva a Mae de Deus e nossa, sem pecado concebida !”
“Viva a Virgem Inmaculada, a Senhora Aparecida!”


Y en Buenos Aires queda un singular y hermoso testimonio de esta creencia de nuestra
América: la Inmaculada, en una bellísima imagen sevillana, que se encuentra en al altar mayor dela Catedral primada, desde 1786, y que alterna ese sitial con la Imagen de Nuestra Señora de los Buenos Aires, en un nicho giratorio.


Desde nuestras tierras se profesaba la creencia que luego sería proclamada dogma de fe. Y se juraba defender esa verdad. Seguirían los nombres, las devociones, los testimonios; son literalmente incontables. La Inmaculada quiso tener bajo su manto a América; así lo mostró Ella misma al aparecerse en el Tepeyac con el manto azul y los símbolos del Apocalipsis, como se acostumbraba a representar a la Inmaculada: el sol, la luna a sus pies, las estrellas, aunque éstas están en su manto; y así Nuestra Señora de Guadalupe será la Madre, la Patrona y la Emperatriz de las Américas.

La Proclamación


Todos esperaban con gozo intenso el amanecer de aquel 8 de diciembre. Iba a ser, en
verdad, un día de fiesta para el pueblo de Roma, tan devoto de la Virgen. El Papa había ordenado que el día 7, víspera de la definición, se observara un riguroso ayuno, permitiendo en cambio, que el 8 de diciembre, a pesar de ser viernes, se pudiera comer carne. Todo estaba dispuesto para inaugurar la gran iluminación de la cúpula de S. Pedro, y cada una de las calles de Roma preparaba su iluminación propia.



Los obispos y cardenales ofrecieron muy temprano el Santo Sacrificio para esperar con
tiempo, en el interior de la Capilla Sixtina, la formación de la procesión que, a eso de las nueve, se encaminaría hacia San Pedro recorriendo la gran columnata.

Poco después de las nueve se inició la marcha del cortejo, cardenales y obispos entonaban las Letanías de los Santos. Cuando penetramos en San Pedro, esa maravilla del mundo, vimos en sus naves una asamblea igualmente extraordinaria.

El Papa, conducido en su silla gestatoria, estaba tocado con su tiara; lo precedían en larga procesión los cardenales y obispos en número de doscientos, ostentando sus mitras y marchando de dos en dos, y los penitenciarios de San Pedro, revestidos de sus casullas; las interminables filas de soldados a uno y otro lado, la Guardia Pontificia Suiza con sus pintorescos y arcaicos uniformes; la Guardia Noble de Su Santidad en traje de gran gala; los miembros de las diferentes Ordenes Religiosas, con sus hábitos policromos; forasteros de todas partes del mundo y, en fin, una gran parte de la población de Roma. Es posible que nunca haya visto la Basílica de San Pedro muchedumbre tan inmensa dentro de sus muros, en tan magnífica asamblea. Una vez sentado el Santo Padre, recibió el homenaje de los cardenales, obispos y penitenciarios de San Pedro, ceremonia que se prolongó debido al gran número de dignatarios presentes.


Cantada tercia se inició la Misa solemne y, cuando el Papa, después de leer el Introito,
recitar los Kyries y entonar el Gloria in excelsis, tomó asiento en el trono preparado para él, vimos con alegría los rayos de un sol resplandeciente que penetrando a través de los gigantescos ventanales, inundaba de luz el sagrado recinto.


Después de entonarse el Evangelio en griego y latín, Su Santidad se puso en pie ante el
Solio para llevar a cabo uno de los actos más solemnes y trascendentales que puede efectuar un Sumo Pontífice.

En medio del silencio impresionante y la profunda atención de toda la vasta asamblea
comenzó a leer en voz clara, el Decreto de la Inmaculada Concepción. Terminada la
introducción, cuando hubo llegado al Decreto mismo17, el Papa, que siempre se caracterizó por su tierna devoción hacia la Santísima Virgen, pareció sentirse dominado por una honda emoción ante el privilegio que Dios le concedía, al elegirle como instrumento para tributar tan insigne honor a su bendita Madre, y no pudo ya contener las lágrimas.

Continúo leyendo, con voz temblorosa y conmovida, hasta llegar a la palabra
“Declaramus”. Allí se detuvo y, por espacio de algunos minutos, no pudo proseguir.
Más fácil es imaginar el efecto que todo esto produjo en la asamblea, que intentar describirlo. Bien puede afirmarse que ninguno de los presentes logró evitar un hondo sacudimiento emocional, y muchos lloraban como niños. Cuando el Papa se recuperó de su emoción, terminó la lectura del documento.

Las palabras solemnísimas de la Bula Ineffabilis Deus habían resonado en el cielo y en la tierra:

“Después de ofrecer sin interrupción a Dios Padre, por medio de su Hijo,
con humildad y penitencia nuestras privadas oraciones y las súplicas de la Iglesia,
para que se designase dirigir y afianzar nuestra mente con la virtud del Espíritu
Santo, implorado el auxilio de toda la corte celestial e invocado con gemidos el
Espíritu Paráclito, e inspirándonoslo El mismo: Para honor de la Santa e indivisa
Trinidad, para gloria y ornamento de la Virgen Madre de Dios, para exaltación de
la fe católica y aumento de la cristiana religión, con la autoridad de Nuestro Señor
Jesucristo, de los bienaventurados Apóstoles Pedro y Pablo y con la nuestra
propia:
Declaramos, afirmamos y definimos que la doctrina que sostiene que la
beatísima Virgen María, en el primer instante de su Concepción, por gracia y
privilegio singular de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Cristo
Jesús, Salvador del género humano, fue preservada inmune de toda mancha
de la culpa original, ha sido revelada por Dios y, por tanto, debe ser creída
firme y constantemente por todos los fieles.
Por lo cual si algunos –lo que Dios no permita- presumieren sentir en su
corazón de modo distinto a como por Nos ha sido definido, sepan y tengan por
cierto que están condenados por su propio juicio, que han naufragado en la fe, y
que se han separado de la unidad de la Iglesia.”
La bula fue traducida en 400 idiomas y dialectos.
Al final de su lectura agradece Pío IX a Dios con gozosa humildad:
“Nuestra boca está llena de gozo, y nuestra lengua de júbilo y damos
humildísimas gracias a Nuestro Señor Jesucristo, y siempre se las daremos, por
habernos concedido el singular beneficio de ofrecer este honor, esta gloria y esta
alabanza a Su Santísima Madre”.

La Toda Santa

María es la Toda Santa, como la llaman los griegos: La Panaghía.

María es la Toda Santa, la siempre Santa, la perfectamente Santa.

La santidad perfecta de María es también una verdad revelada, o como dijeron muchos
teólogos, “un dogma tácitamente proclamado”.

Al ser definida la Inmaculada Concepción se fundamenta esta verdad, nos dice el Papa
Juan Pablo II:


“La inmunidad “de toda mancha de la culpa original” implica como
consecuencia positiva la completa inmunidad de todo pecado, y la proclamación
de la santidad perfecta de María, doctrina a la que la proclamación dogmática da
una contribución fundamental. En efecto, la formulación negativa del privilegio
mariano, condicionada por las anteriores controversias que se desarrollaron en
Occidente sobre la culpa original, se debe completar siempre con la enunciación
positiva de la santidad de María subrayada de forma más explícita en la tradición
oriental.


La definición de Pío IX se refiere sólo a la inmunidad del pecado original y
no conlleva explícitamente la inmunidad a la concupiscencia. Con todo, la
completa preservación de María de toda mancha de pecado tiene como
consecuencia en Ella también la inmunidad de la concupiscencia, tendencia
desordenada que, según el Concilio de Trento, procede del pecado e inclina al
pecado”.
(Juan Pablo II, 12 de junio de 1996,
Catequesis en la audiencia general)


La definición del dogma de la Inmaculada Concepción se refiere en modo directo únicamente al primer instante de la existencia de María, a partir del cual fue “preservada inmune de toda mancha de culpa original”. El Magisterio pontificio quiso definir así sólo la verdad que había sido objeto de controversias a lo largo de siglos: la preservación del pecado original, sin preocuparse de definir la santidad permanente de la Virgen Madre del Señor.

Esa verdad pertenece al sentir común del pueblo cristiano, que sostiene que María, libre de pecado original, fue preservada de todo pecado actual y la santidad inicial le fue concedida para que colmara su existencia entera. La Iglesia ha reconocido constantemente que María fue santa e inmune de todo pecado e imperfección moral. El Concilio de Trento expresa esa convicción afirmando que nadie “puede en su vida entera evitar todos los pecados, aún los veniales, si no es ello por privilegio especial de Dios, como lo enseña la Iglesia de la bienaventurada Virgen” (...)


El Concilio tridentino no quiso definir este privilegio, pero declaró que la Iglesia lo afirma con vigor: , es decir, lo mantiene con firmeza. Se trata de una opción que, lejos de incluir esa verdad entre las creencias piadosas o las opiniones de devoción, confirma con su carácter de doctrina sólida, bien presente en el pueblo de Dios. Por lo demás, esa convicción se funda en la gracia que el Ángel atribuye a María en el momento de la Anunciación. Al llamarla Llena de gracia, “Kejaritomeni”, el Ángel reconoce en ella a la mujer dotada de una perfección permanente y de una plenitud de santidad, sin sombra de culpa ni de imperfección moral o espiritual.

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