sábado, 14 de noviembre de 2009

LA IDOLATRIA EN LA BIBLIA(I)

1 - “No tendrás otros dioses además de mí”

El primer Mandamiento es el eje sobre el que debe girar la comprensión exacta del problema de la idolatría. Hablar de ídolos sin “conocer a Yavé” acaba siempre en desgracia, ya que es como ponerse en marcha en un carro con las ruedas descentradas.

Para comprender el significado original del primer Mandamiento es necesario colocarlo en el contexto histórico en el que fue proclamado por Dios: dentro de un proceso creciente de liberación de la esclavitud, en busca de una tierra de fraternidad.



Según el sistema religioso del faraón, él era el hijo predilecto de su dios; la gente del pueblo, en cambio, eran considerados como hijos secundarios, no tan queridos. Con aquel sistema religioso se justificaba todo lo que fuera acaparamiento y desprecio a los demás; y en los de abajo, la sumisión, el servilismo, el dejarse explotar mansamente...: “dios así lo quiere...”, era el dicho común, tanto en unos como en los otros. El sistema del faraón había conseguido meter esta enseñanza horrible en la cabeza de los pobres. Así no había peligro de rebeldías ni sublevaciones.



El dios del faraón no pasaba de ser una invención humana para mantener al pueblo en la miseria y en la ignorancia, como mano de obra barata. Era la consagración religiosa de aquel estado de injusticia institucionalizada.

Y para dar más fuerza a esta concepción de la vida ellos construían grandes imágenes, llenas de lujo y ostentación; y construían magníficos templos, en los que se celebraban solemnes cultos religiosos. Con ello asustaban al pueblo y remachaban su servilismo.

Esta religión era como agua venenosa que iba penetrando profundamente en las raíces del pueblo, hasta envenenarlo todo.

Yavé, en cambio, es totalmente distinto a los dioses del imperio. El no escucha los caprichos orgullosos y acaparadores del faraón y los suyos; sus oídos están atentos al clamor de los oprimidos. No se trata de un dios bueno para con unos pocos, pero indiferente o malo para con la mayoría. El es el Dios bueno para con todos sus hijos por igual. Ha creado la tierra para todos, y por ello opta preferentemente por los despojados y despreciados. De aquí que no pueda soportar que alguien use su imagen para oprimir a sus hijos.

El que quiera pertenecer al pueblo del Dios de la Biblia, lo primero que tiene que hacer es romper con la religión de los opresores. Por eso dice el primer Mandamiento: “No tengas otros dioses fuera de mí... No te postres ante esos dioses, ni les des culto...” (Ex 2,3-5). Yavé no soporta que su pueblo acepte y sirva a esos otros dioses de la escuela del faraón. El único Dios preocupado realmente por el bien del pueblo y capaz de liberarlo es Yavé. Todos los otros no sirven sino para oprimir al pueblo.

La versión original de este Mandamiento no quiere decir únicamente “además de mí”, sino “contra mí”. El que conoce a Dios, se da cuenta que todos los otros dioses son contrarios a Yavé, pues no sirven sino para esclavizar, que es todo lo contrario a la forma de ser propia de Dios. Por ello la intención original de este Mandamiento apunta a la preocupación de Yavé por que su pueblo se mantenga firme en la Alianza liberadora, cosa muy necesaria, ya que el pueblo se siente minado de continuo por las tentaciones contra el esfuerzo que supone el proceso de liberación. Así aparece en el Exodo, cuando enseguida añoran las “ollas de Egipto” y protestan duramente contra Moisés y contra el mismo Yavé.

Notemos que el Mandamiento en esta primera versión no impugna la existencia y el poder de otros dioses; al contrario: cuenta con ellos. Pero su razón de ser es justamente la preocupación de que Israel no vuelva a perder, entregándose a la idolatría, la libertad que está conquistando.

El primer Mandamiento desenmascara y echa por tierra esa fachada bonita y piadosa de todo sistema opresor. Pone al descubierto las muchas injusticias practicadas bajo la protección de “otros” dioses.

El verdadero creyente en el Dios revelado en la Biblia no se arrodilla delante de las imágenes y figuras que siempre se han construido y se siguen construyendo en todas partes para convencer de que un sistema opresor es justo y bueno. El creyente en Yavé no se deja engañar. El sabe que su Dios quiere la felicidad y la prosperidad para todos sus hijos por igual, sin privilegios.

Algunos piensan que para cumplir el primer mandamiento basta con botar de sus casas toda clase de imágenes religiosas. Pero eso es quedarse en el cascarón, sin profundizar el contenido de este mandamiento; sobre todo si se sigue en actitud de apoyar y adorar al sistema que, en nombre de una falsa idea de dios, explota y oprime al pueblo.

Los que destruyen las imágenes, pero no cambian su actitud interior, al fin y al cabo no son sino idiotas útiles del sistema amparado por los dioses falsos. A veces los que más hablan contra la idolatría ellos mismos son profundamente idólatras...

2 - La prohibición de imágenes de Yavé

El primer Mandamiento saca una conclusión concreta que dice así: ”No te hagas estatua ni imagen alguna de lo que hay arriba, en el cielo, abajo, en la tierra, y en las aguas debajo de la tierra. No te postres ante esos dioses, ni le des culto, porque Yo, Yavé, tu Dios, soy un Dios celoso” (Ex 20,4s). El Deuteronomio lo repite de forma casi idéntica (5,8s).

Según los especialistas actuales en Biblia lo que aquí se prohibe hacer y venerar son las imágenes de Yavé, y no imágenes de otros dioses, como en otro tiempo se pensó.

La idolatría tiene en el Antiguo Testamento dos sentidos diferentes: uno que se puede dar en el culto al Dios verdadero y otro que se refiere al culto a los demás dioses. De este segundo hablaremos a través de los capítulos siguientes. Ahora nos ocupamos de la idolatría ligada al problema de las imágenes cultuales de Yavé; es el caso de los “ídolos yavistas”.

Las pocas ocasiones en las que se habla en el Antiguo Testamento sobre el problema de ídolos en el culto a Yavé tienen un gran peso en la tradición bíblica. Los principales casos son el del becerro de oro del Sinaí (Ex 32) y el de los becerros que puso Jeroboán en Dan y Betel (1 Re 12,26-33). Quizás se refieren al mismo problema los textos de Jueces 8,22-27 (el efod de Gedeón) y Jueces 17-18 (el ídolo de Micá). Estudiaremos un poco los dos primeros casos.

a. El becerro de oro (Ex 32)

El capítulo 32 del Exodo es un punto de referencia constante en toda la Biblia. En el momento en el que ocurre el hecho se trataba de un pueblo recién liberado de la esclavitud, que se ve sometido a duras pruebas en ese periodo de transición, camino de la tierra que se les ha prometido. Su líder, Moisés, llevaba ya bastantes días lejos de ellos, recibiendo de Dios en el Sinaí las tablas de la ley. Entonces el pueblo, desorientado y añorando la tranquilidad pasiva de la esclavitud, le piden a Aarón: “Fabrícanos un Dios que nos lleve adelante, ya que no sabemos qué ha sido de Moisés, el que nos sacó de Egipto” (Ex 32,1).

El becerro de oro no es presentado como “otro dios”; tampoco se pretende representar a Yavé con dicha estatua. Se trata solamente de construir la sede, el símbolo de la presencia de Yavé en medio de ellos.

En este caso la idolatría no está en el hecho de querer como materializar a Dios. El problema no está en que Dios sea invisible y el ídolo yavista sea visible; que Dios sea espiritual y el ídolo yavista material. La perversidad del ídolo aquí no está en su intento de materializar a Dios. De hecho, muchas veces Dios se manifiesta a través de mediaciones materiales y visibles.

El problema está en que los israelitas, al aceptar construir el becerro de oro, quieren que Dios les libere del papel que desempeñaba Moisés. Rechazan su liderazgo liberador y quieren que Dios ejerza directamente otro liderazgo de acuerdo a lo que ellos deseaban. En el rechazo de Moisés el pueblo está rechazando realizarse como pueblo en función de un proyecto concreto de liberación y de conquista de una tierra nueva, en la que poder vivir como hermanos.

Al desconfiar de Moisés, están desconfiando de la posibilidad de llevar a la realidad el proyecto de Dios. Se da a la vez una crisis política y una crisis de fe. El pueblo quiere volver atrás y quiere forzar a Dios a que vaya delante de ellos, no hacia la tierra prometida, sino hacia la tierra de Egipto. No quieren un Dios que los saque de la esclavitud, sino un Dios que viva con ellos en la esclavitud. Quieren un dios “consuelo en la opresión”, y no un Dios que “libere de la esclavitud”. En este rechazo del proyecto auténtico de liberación, deseando construir una falsa liberación apoyada en el culto alienante a un dios que sólo consuela, pero no libera, se da ciertamente un pecado contra el poder de Dios.

El Dios revelado en la Biblia está siempre muy por encima de la debilidad y la incapacidad humana; es siempre el Dios que no acepta el miedo y la alienación del pueblo. El Dios que promete la liberación puede realizar esa liberación. Dudarlo es ya negarlo: negarlo a él; eso es idolatría. Rechazar el proyecto de Dios como no viable es un acto de idolatría. No la idolatría referida a los dioses falsos, sino idolatría en el culto mismo al Dios verdadero.

Dios es trascendente, no porque es invisible o espiritual, sino porque actúa más allá de toda posibilidad humana. El Dios trascendente es siempre el Dios de la esperanza contra toda esperanza. El becerro de oro, en cambio, simboliza el pecado de la desesperación y la desconfianza de que no era viable lo que Dios había prometido, y el consiguiente rechazo de este proyecto. El becerro de oro es el símbolo del dios manipulado, hecho a la medida de los hombres sin esperanza.

b. Los becerros de Jeroboán (1 Re 12, 26-33)

En este texto se plantea el mismo problema de fondo. A la muerte de Salomón las tribus del norte se separan de Jerusalén en acto de rebeldía contra la explotación violenta del mismo Salomón y sobre todo de las amenazas aún peores de su hijo Roboán: “Mi padre los trató duramente, pero yo los trataré peor. Mi padre los azotaba con látigos y yo pondré a las cuerdas ganchitos de hierro” (1 Re 12,11).

Entonces Israel se independiza del sur, nombrando como rey a Jeroboán. Pero éste, para que su pueblo no volviera más al templo de Jerusalén, por el peligro político que ello encerraba, construyó dos templos, en Dan y en Siquén, y en ellos puso dos becerros de oro.

“Luego dijo al pueblo: Déjense de ir a Jerusalén para adorar. Aquí está tu Dios, Israel, el que te sacó de Egipto” (1 Re 12,28).

Como en el caso del Exodo, lo que pretenden no es adorar a otros dioses, ni siquiera representar a Yavé, sino que se trata sólo de un símbolo de su presencia. El pecado está de nuevo en su falta de fe en el ser y el poder de Dios. Es un pecado contra la trascendencia de Dios: no piensan que con la ayuda de Dios sí es posible arreglar aquel grave conflicto. Jeroboán busca resolver aquí un problema político, intentando manipular a Dios. Y, como en el Exodo, el símbolo de este dios manipulado es el oro.

En vez de resolver responsablemente los problemas políticos que causa la opresión y consiguiente división del reino, utilizan un recurso religioso ineficaz. En vez de combatir la opresión de Roboán y así mantener la unidad de todo el pueblo, justifican la opresión y la división, manipulando la presencia de Yavé en medio de ellos; así legitiman su actitud pasiva. Al huir del enfrentamiento liberador en contra de la opresión, de hecho caen en la idolatría, para justificar así la sumisión del pueblo ante una situación de injusticia y división. De hecho, están negando su fe en el Dios liberador, y, por consiguiente, lo están ofendiendo. El culto al Dios que los sacó de Egipto exigía al pueblo enfrentarse a la opresión de Roboán. En vez de este enfrentamiento, el pueblo prefiere una transformación idolátrica del culto.

La idolatría transforma el Dios trascendente en un dios cautivo del sistema político, y por consiguiente legitimador de situaciones que el hombre sin esperanza declara imposibles de cambiar.

En los capítulos siguientes del primer libro de los Reyes se puede constatar cómo esta actitud idolátrica llevó al pueblo a su propia destrucción.

Es posible que el texto del Exodo visto en el apartado anterior sea una redacción elohísta y por consiguiente estuviera escrito después de la construcción de los becerros de oro por Jeroboán I. Para inmunizar al pueblo contra estos excesos los redactores elohístas pudieron quizás, a partir de una tradición muy antigua, retrotraer el tema de los “becerros de oro” hasta el escenario mismo del Sinaí, para desde allí lanzar una seria admonición contra Dan y Betel. El Dios que en el Sinaí se decidió por el exterminio de todos los que le quisieron dar un culto idolátrico, hará lo mismo con los israelitas que quieren volver a repetir lo mismo en estos santuarios.

c. La prohibición de toda imagen de Yavé

Las dos experiencias de los becerros de oro quedaron profundamente grabadas en la memoria del Pueblo de Dios y sobre ellas se desarrolló toda una teología liberadora antiidolátrica. Los “ídolos yavistas” fueron drásticamente prohibidos. Y para evitar todo riesgo de idolatría se prohibió posteriormente el uso de todo tipo de imágenes en el culto a Yavé.

Desde la época macabea, en contraste con el mundo helenístico circundante, la prohibición se interpretó cada vez más como prohibición radical de toda representación de cualquier ser viviente.

El enfoque de fondo es dejar bien claro que a Dios no se le puede encerrar en una imagen; ni siquiera en una idea, ni en una institución. Todo cuanto podamos decir, pensar o representar sobre él no pasará de ser un mero balbuceo. Sólo se pueden presentar “aspectos” aproximados, ya que Dios siempre es mayor de lo que podemos pensar. Es el Dios-siempre-más-grande, al que, por una parte, no es posible acabar de conocer, y por otra, cuanto más se avanza en su conocimiento, más sorprendente y estremecedor resulta y más se amplían los horizontes.

La prohibición bíblica de las imágenes exige de los creyentes una elevada capacidad de crítica y purificación de toda imagen que nos hagamos de Dios, ya sea física o intelectual.

Todo el proceso de revelación bíblica es un continuo corregir y ampliar la imagen de Dios. Israel va entendiendo cada vez más a fondo que su Dios no es una condensación de las fuerzas de la naturaleza, sino que es Señor de esas fuerzas y es libre frente a ellas. Se vuelve hacia quien quiere volverse; y lo hace cuando, donde y como quiere hacerlo... A Yavé no se le puede apresar de modo mágico en los estrechos límites de una imagen. Su trascendencia dinámica y su soberanía no tienen límites.

El Deuteronomio recuerda a los israelitas que cuando Dios se reveló a sí mismo “ustedes oían el rumor de las palabras y no veían figura alguna; sólo oían una voz” (Dt 4,12). Con ello se quiere acentuar lo que estamos hablando de la trascendencia de Dios y al mismo tiempo su estrecha relación con el hombre, ya que la voz se mete muy hondo en el ser humano.

La imagen no exige nada al hombre. La palabra, en cambio, es comunicación y exigencia. El Dios de la Biblia, percibido esencialmente como exigencia de justicia, deja de ser Dios en el momento en que, objetivado en una representación cualquiera, deja de interpelar.

Dios interpela, exigiendo siempre más; el ídolo pide siempre menos: justifica cualquier tipo de medianía, injusticia o desamor. Por ello la presencia de Dios se manifiesta principalmente a través de la Palabra; en cambio, las actitudes idolátricas se manifiestan especialmente a través de imágenes.

Lo que se pretende, pues, con la prohibición de imágenes de Dios es cortar la tentación continua de querer achicar o manipular a Dios.


3 - El culto a “los otros dioses”

Ya no se trata de una deformación del culto a Yavé, sino del culto a “los otros dioses”, “los dioses extranjeros”, expresiones corrientes hasta el tiempo de Jeremías.

Este tipo de idolatría tuvo dos etapas históricas. Una primera en la que no se discute si los otros dioses son o no verdaderos: simplemente son “extranjeros”; y una segunda en la que ya todos ellos son considerados como falsos.

En la primera etapa se cree que cada dios tiene poder en su propia tierra. Por ello la lucha de Israel contra otros pueblos es también la lucha de Yavé contra otros dioses. De aquí que la idolatría sea considerada como problema religioso y político a la vez.

El mandato de no adorar dioses extranjeros se encuentra con frecuencia en el Pentateuco. Dice, por ejemplo, el Deuteronomio: ”No vayas tras otros dioses; no sirvas a alguno de los dioses de los pueblos que te rodean, porque tu Dios, que está en medio de ti, es un Dios celoso” (Dt 6,14).

Los casos más notables de este tipo de idolatría se dan en los reyes de Israel. La idolatría suele ir unida a las ansias de poder y riquezas. La consecuencia es siempre la injusticia contra el pobre.

El Deuteronomio desconfía sistemáticamente de la monarquía, pues ve en ella el doble peligro de idolatría y la opresión consiguiente del pueblo.

En 17,14-20 se prohibe a los reyes acumular poder militar, acaparar plata y oro y tener muchas mujeres. Esta última censura está dirigida expresamente contra el politeísmo y no contra la poligamia, ya que ésta estaba permitida en la época. Salomón es caso típico de rey idólatra, en el que se da la transgresión de estas tres normas, especialmente la última (1 Re 11,1-13): “Sus mujeres desviaron su corazón tras dioses extranjeros”.

En la historia de los reyes de Israel, siempre que la riqueza y el poder se convierten en idolátricas, la consecuencia es la injusticia contra el pobre. Casos típicos son Ajab en Israel y Manasés en Judá.

Respecto al rey Ajab, refiriéndose al asesinato y robo de la tierra de Nabot, se dice expresamente de él que “su proceder fue muy abominable, ya que seguía a los repugnantes ídolos” (1 Re 21,26).

En el caso de Manasés se describe la abundancia de sus prácticas idolátricas (2 Re 21,1-11). Fue además “causa de que también la gente de Judá pecara con sus repugnantes ídolos”. Crueles injusticias fueron la consecuencia directa de ello: “Derramó sangre inocente en tal cantidad que llenó a Jerusalén de punta a punta” (2 Re 21,16).

En estos dos casos, detrás del asesinato se revela ausencia de Yavé y presencia de otros dioses. Estos dioses son criminales. Se da una relación directa entre idolatría y pecado social. El pueblo debía encontrar su fuerza e identidad en la fe en Dios liberador, lo que debía traducirse en relaciones de justicia y fraternidad entre sus miembros. La acumulación de riquezas y poder en manos de los reyes rompe estas relaciones fraternas, con lo que el pueblo es conducido lejos de su Dios, detrás de dioses extranjeros, destruyendo así su identidad.

4 - “Sólo Yavé es Dios”

Como ya hemos visto, desde siglos atrás se venía insistiendo en que Yavé era el único Dios de Israel y Judá. En ello ya había insistido Elías durante el siglo IX en sus diatribas contra Ajab y Jezabel. Un siglo más tarde Oseas llega a plantear con claridad por primera vez la exigencia de la adoración exclusiva de Yavé dentro de Israel: “Yo soy Yavé, tu Dios, desde la tierra de Egipto; no conoces otro Dios fuera de mí, ni hay más Salvador que yo” (Os 13,4).

En el reino del sur, durante las reformas de Ezequías y sobre todo de Josías, se insistirá cada vez más en la idea de que sólo Yavé es su Dios. En los últimos años de la monarquía tal idea fue brillantemente defendida por Jeremías y Ezequiel; y ellos llevaron esta fe al exilio.

A partir del destierro en Babilonia (siglo VI a. C.), se da un nuevo paso en la revelación: Yavé no es sólo exclusivo, sino único, y todos los otros llamados dioses no son sino inútiles invenciones humanas: todos ellos son falsos.

La afirmación de que no hay otro Dios fuera de Yavé es una de las grandes adquisiciones del exilio. A partir de entonces será más radical aún la lucha contra los ídolos.

Estudiemos algunos de los textos más importantes de esta etapa. Un aspecto que llama la atención es que todos estos textos, a partir de una realidad de opresión, denuncian la idolatría siempre en un ambiente de esperanza y liberación.

a. Jeremías y el segundo Isaías

En Jeremías se da una importante profundización de la imagen de Dios. El profeta entiende a Yavé como creador del mundo: “Yo hice, con mi gran poder y con la fuerza de mi brazo, la tierra, el hombre y los animales que existen sobre ella, y los doy a quien se me antoje” (Jer 27,5). Elevado a la categoría de Creador y Señor del universo, Yavé es ya casi el Dios universal del monoteísmo.

El texto del capítulo 10, 1-16, que es el único que tiene Jeremías sobre idolatría, está escrito un poco antes del destierro, en un periodo sumamente turbulento y difícil, lleno de injusticias.

El segundo Isaías tiene sus oráculos en pleno destierro de Babilonia. En ellos el tema de la idolatría es central y abundante. Yavé es reconocido como el Dios absolutamente único, junto al cual no hay otros dioses.

Estos textos son fuertemente polémicos. Dan argumentos sencillos y directos, destinados a los judíos desterrados con el fin de que puedan enfrentarse con una Babilonia cruelmente opresora y profusamente idolátrica.

En Jeremías 10,1-16 e Isaías 44,9-20, que se inspira en el de Jeremías, se ataca a los ídolos ridiculizando su proceso de producción humana, pues de la misma materia con la que fabrican cualquier objeto despreciable ellos construyen lo que llaman un dios y se postran ante él pidiéndole ayuda:

“Todos los que se dedican a tallar estatuas de dioses no son nada y sus obras preferidas no sirven para nada. Sus partidarios no ven ni entienden nada. Por eso, se quedarán todos avergonzados... No saben ni entienden. Sus ojos están tapados y no ven; su inteligencia no se da a la razón. No reflexionan ni son capaces de pensar o entender y decirse: He echado la mitad al fuego, he puesto a cocer el pan sobre las brasas, he asado la carne que me comí, y ¿con lo que sobra voy a hacer esta tontería? ¡Y me voy a agachar ante un trozo de madera! Ese es un hombre que se alimenta de cenizas; tiene su corazón engañado y se perderá. No será capaz de salvar su vida ni de preguntarse: Esto que tengo en mis manos, ¿no serán puras mentiras?” (Is 44,9.18-20).

Esta claridad mental, que les lleva a burlarse tan irónicamente de los adoradores de los ídolos, tiene especial fuerza si nos damos cuenta que todo ello está dirigido precisamente contra los ídolos que sustentan el poder terrible del pueblo más poderoso del momento: Babilonia. No se están burlando de un pobrecito ignorante, sino de “lo fuerte y sabio” de su tiempo... Para el pueblo creyente aquellos ídolos aparentemente tan poderosos no son sino “un espantapájaros en medio de un sembrado de sandías”. Por eso su conclusión es clara: “No le tengan miedo, que no pueden hacer ni el mal ni el bien” (Jer 10,5).

Estos profetas no niegan el poder de los ídolos; lo que niegan tajantemente es el origen divino de su poder. Con su análisis sobre el origen de los ídolos insisten en que el poder presente en ellos es un producto humano creado para satisfacer necesidades egoístas. Ciertamente el hombre que se fabrica ídolos tiene más poder, pero ese poder no tiene nada de divino. No es poder para mejorar según Dios. El poder del ídolo no es una ficción o un engaño; es real, pero su origen es el mismo poder del hombre.

El segundo Isaías quiere demostrar expresamente que el poder de los ídolos de Babilonia es el poder político, militar y cultural de los mismos babilonios, y no el poder de los dioses que ellos adoraban. Los ídolos de Babilonia tenían poder precisamente porque los babilonios tenían todo el poder en sus manos. El hecho de estar sometidos a su poder opresor no debía significar para los israelitas el reconocer y adorar los espíritus o dioses producidos por este mismo poder.

Para los israelitas la idolatría hubiese consistido en reconocer que el poder de Babilonia era de origen divino, y, por consiguiente, poder bueno y salvador. Idólatra hubiera sido buscar la solución a los problemas de su cautiverio sometiéndose política y religiosamente al poder de Babilonia.

Ejemplo típico de este tipo de idolatría fue el de Godolías, a quien Nabucodonosor, rey de Babilonia, había colocado como gobernador en Jerusalén. El aconsejaba a los judío: “No teman estar al servicio de los caldeos... Sirvan al rey de Babilonia y les irá bien” (2 Re 25,24). Aquí aparece la esencia misma de la idolatría: la liberación y el bienestar se creen encontrar en el sometimiento al poder opresor. De hecho, el temor al poder opresor de Babilonia empujaba a los israelitas a la idolatría como falsa postura para resolver sus problemas.

En cambio, el consejo de Jeremías, en el mismo contexto histórico anterior, es totalmente distinto: “No teman al rey de Babilonia, que tanto susto les causa; no lo teman, dice Yavé, pues estoy con ustedes para salvarlos y para liberarlos de sus manos” (Jer 42,11).

Godolías aconsejaba no temer someterse al rey; Jeremías dice que no teman al rey mismo, ya que su confianza se apoya en la presencia liberadora de Yavé. Es que la fe en el Dios liberador es siempre sub-versiva frente al poder opresor, y esta sub-versión es siempre anti-idolátrica. Idolatría y poder liberador de Dios son dos polos opuestos. Por ello la fe en Yavé durante el cautiverio no podía expresarse sino en el enfrentamiento radical con los ídolos de Babilonia.

El contubernio entre idolatría y opresión llevó a los judíos a descubrir que sólo Yavé era capaz de liberar, fe que se expresó en fórmulas como las siguientes:

“Yo soy el primero y el último;

no hay otro dios fuera de mí” (Is 44,6).

“Dios justo y Salvador no hay fuera de mí” (Is 45,21).

En Isaías 46, 1-7 encontramos una descripción del contraste existente entre Dios y los ídolos. La idea central es que los idólatras deben “cargar” a sus ídolos, mientras que el pueblo creyente es cargado, llevado, liberado por Yavé. Nótense los verbos que denotan las acciones de cada uno:

“¡Bel se desploma y Nebo se derrumba! (dos dioses babilónicos).

Sus ídolos son puestos sobre bestias de carga, llevados como fardos sobre animales cansados. Pero comenzaron a bambolearse y se vinieron abajo, fueron incapaces de salvar a los que los transportaban y de librarse ellos mismos del cautiverio”(Is 46,1-2).

Yavé, en cambio, actúa de forma muy distinta:

Escúchenme , gente de Jacob, todos los que sobreviven de la familia de Israel, ustedes a quienes he llevado en mis brazos desde su nacimiento y de quienes me he preocupado desde el seno materno. Hasta su vejez, yo seré el mismo, y los apoyaré hasta que sus cabellos se pongan blancos. Así como lo he hecho y como me he portado con ustedes, así los apoyaré y los libertaré” (Is 46,3-4).

Por influencia del segundo Isaías, la creencia monoteísta pasó al Deuteronomio. Cuando este escrito recibió su forma definitiva, se introdujeron en él expresiones como ésta: “Yavé es Dios y no hay otro fuera de él” (Dt 4,35).

Esta operación se llevó a cabo con la conciencia de que era definitiva; en adelante no había que ”añadir ni quitar nada” (Dan 13,1). Se había llegado al final de un desarrollo comenzado unos trescientos años atrás. El judaísmo poseía ya su confesión de fe monoteísta, que conservaría inalterada a lo largo de la historia y que transmitiría al Cristianismo y al Islam.

b. La carta de Jeremías (Baruc 6)

Tomando pie de las cartas de Jeremías a los desterrados (Jer 29), un autor anónimo compuso esta sátira tan burlesca contra la idolatría . Contiene una profundización teológica de lo que acabamos de ver en Jeremías y en el segundo Isaías. El autor incita a la resistencia contra la dominación. Para ello es necesario destruir el “terror religioso” del “mundo sobrenatural” creado por los dominadores:

“Ustedes verán en Babilonia dioses de oro, de plata, de piedra y de madera, llevados a hombros, que causan un temor respetuoso a las gentes. Guárdense, pues, de imitar lo que hacen los extranjeros de modo que vengan a temerlos” (Bar 6,3-4).

El opresor busca siempre convencer al oprimido de que él lo puede ayudar y salvar. En función de ello necesita crear ídolos para dar fundamento a esa esperanza. El texto bíblico destruye ese fundamento y esa esperanza, despreciándolos como incapaces de hacer nada de provecho:

“No pueden librar a un hombre de la muerte, ni amparar al débil contra el poderoso. No restituyen la vista a ningún ciego, ni sacarán de la miseria a nadie. No se compadecerán de la viuda, ni serán bienhechores de los huérfanos. Son semejantes a las piedras del monte esos dioses...” (Bar 6,35-38).

“No debe pensarse ni decirse que sean dioses, ya que no pueden ni hacer justicia, ni proporcionar bien alguno a los hombres” (Bar 6,63).

En toda la carta, después de cada ridiculización de los ídolos, se va repitiendo un estribillo, que es justamente la lección que pretende recalcar: “Por todo lo cual pueden ver que no son dioses, y por eso ustedes no tienen que temerlos...” (Bar 6,14.22.28.68).

La conclusión final es que “más vale el hombre justo que no tiene ídolos” (Bar 6,72).

c. Daniel 14

Este capítulo de Daniel traduce en dos historias sencillas populares las enseñanzas de los profetas anteriores. Daniel demuestra con hechos concretos que los ídolos no tienen vida propia.

En la primera narración, ante la insistencia del rey de que el ídolo Bel come todos los manjares que le dejan en su templo cada tarde, él muestra al rey las pisadas de los sacerdotes y sus familiares, después de haber arrojado ceniza al suelo el día anterior: “Ese ídolo no ha comido jamás” (14,7).

En la segunda demostración Daniel logra matar a un dragón, al que todos temían como dios.

El pueblo se enoja porque Daniel había destrozado sus ídolos, y Dios le salva milagrosamente la vida.

Ante esta problemática, Daniel hace una confesión de fe en términos típicamente antiidolátricos: “Yo no venero a ídolos hechos por mano del hombre, sino sólo al Dios vivo que hizo el cielo y la tierra y que tiene poder sobre todo viviente” (14,5).

d. I Macabeos

En el primer libro de los Macabeos aparece claramente la relación entre opresión e idolatría y, como contrapartida, la de liberación y fe en Yavé. Justamente la lucha de liberación contra Antíoco IV Epífanes es una lucha inspirada por la fe en Yavé. El rey quería someter al pueblo judío en nombre de una religión violentamente idolátrica.

La idolatría aparece como una profundización y legitimación de la dominación política. Y en aquel contexto el pueblo oprimido confesó su fe en Yavé como Dios único: entregó su vida por defenderla y luchó contra aquel sistema político-religioso destructor. “Debemos luchar contra los paganos para defender nuestras vidas y nuestras costumbres...” (1 Mac 2,40). Durante treinta años el pueblo luchó contra la dominación idolátrica y así afianzó su fe en Dios liberador.

El libro de la Sabiduría, sobre todo en el capítulo 14, da un paso más en la condena de los ídolos. Lo desarrollaremos en el capítulo del poder opresor.

Hemos visto cómo los diversos pasos hacia el monoteísmo se fueron dando en momentos de crisis socio política. A finales de los reinos del norte y del sur se acentúa el movimiento en pro de la exclusividad de Yavé; solamente de él, que es quien vela por el bienestar de la nación, se puede esperar ayuda. Y cuando Judá es aplastada por el poder babilónico, surge la idea de un Dios único que domina todo el mundo. El monoteísmo, pues, es la reacción ante una situación política en la que no se puede esperar ya nada de la diplomacia ni de la ayuda militar exterior. Existe sólo un salvador: el Dios único.

La teología de la exclusividad y unicidad de Yavé es una teología de la esperanza que se apoya sólo en Yavé. De él se espera todo. Lo acentúan tanto Oseas como el Déutero-Isaías: no existe otro Dios, fuera de Yavé, que pueda salvar (Os 13,4; Is 45,21). Se podría decir que la esperanza es más antigua y originaria que la dogmática monoteísta.

5 - Divinización de los bienes materiales

Una vez que hemos recorrido brevemente los diversos pasos históricos en la clarificación de la idolatría en general, nos parece oportuno detenernos un poco a reflexionar sobre un par de temas concretos, que también se fueron clarificando poco a poco, y seguirían clarificándose aún más en el Nuevo Testamento. Nos referimos a la divinización de los bienes materiales, que veremos en este capítulo, y a la divinización del poder, que desarrollaremos en el siguiente.

Los profetas, profundos conocedores de Dios y de la realidad de su tiempo, sienten desde el comienzo cómo el acaparamiento de los dones de Dios es una ofensa al mismo Dios. Y van descubriendo que así la riqueza se convierte en un ídolo.

Ya Elías, en el siglo IX, echa en cara al rey Ajab el acaparamiento criminal que hace de la tierra del campesino Nabot (1 Re 21). En ello ve una ofensa a Dios, efectuada precisamente bajo la presión de Jezabel, adoradora del dios Baal. Para ella, según su dios, el rey tenía todo el derecho a quedarse con las tierras que quisiera, ya que pensaba que el rey era el hijo predilecto de Baal, a quien él había entregado el derecho de poseer toda la tierra del país. Por eso Nabot es asesinado en una asamblea sagrada de tipo idolátrico (21,9-10).

Pero Elías, gran luchador contra los ídolos, desenmascara la acción: No se trata de ningún acto sagrado, sino de un robo y un asesinato. Con ello no se ha dado ningún culto a Dios, sino que se le ha ofendido gravemente; y Dios, como protector de los oprimidos, ha de vengar duramente la sangre derramada.

Un siglo más tarde, durante el reinado de Jeroboán II, el profeta Amós predica a la puerta del santuario de Siquén, en contra del lujo acaparador de la capital, Samaría.

Israel vivía una época de gran progreso y esplendor, en buenas relaciones con el imperio asirio. Pero aquel progreso se estaba construyendo a base del desprecio y la explotación del pueblo.

Amós mira aquella realidad con ojos de Dios, y se siente llamado a denunciarla como ofensiva al mismo Dios. Según Amós la abundancia y el lujo son la única meta de aquella clase dominante. El es un campesino que cree en Yavé y sabe que aquellas “casas de piedra tallada” (5,11), tanto “de invierno como de verano”, con recubrimientos de marfil (3,15), y divanes con cojines importados (3,12; 6,4), con mesas espléndidas llenas de excelentes vinos y exquisitos perfumes (4,1; 6,6), todo aquello no agrada a Dios, sino que le ofende profundamente. Aquella alta sociedad vive así sin preocuparse lo más mínimo de la situación del pobre: ”No se afligen por el desastre de mi pueblo” (6,6). Y aunque no quieran reconocerlo, ellos son la causa de la miseria del pueblo: ”Ustedes sólo piensan en robarle al kilo o en cobrar de más...; juegan con la vida del pobre y del miserable por un poco de dinero o por un par de sandalias...” (8,5s).

Son muy duras las acusaciones del profeta contra aquella sociedad, que se sentía tan segura de sí misma. Amós les dice que Dios no está contento con ellos y por ello detesta el culto ostentoso que le rinden: es el culto que dan a los ídolos, culto que busca justificar la injusticia. “Yo odio y aborrezco sus fiestas y no me agradan sus reuniones. No me gustan sus ofrendas..., ni me llaman la atención sus sacrificios. Váyanse lejos con el barullo de sus cantos” (5,21-23).

Amós especifica la condición básica para que el culto le agrade a Dios: “Quiero que la justicia sea tan corriente como el agua y que la honradez crezca como un torrente inagotable” (5,24). Es justamente todo lo contrario a las consecuencias del culto idolátrico.

Aquel culto que tan orgullosamente decían dar a Yavé en sus santuarios era pecaminoso. Lo dice el profeta expresamente: ”Vayan al santuario de Betel para pecar; vayan al de Guilgal y pequen más todavía” ( 4,4). Pecaban porque a quien buscaban no era a Yavé, sino a un dios inventado que les apoyara en sus desmanes.

Yavé, como siempre, les incita a una verdadera conversión: “Búsquenme a mí y vivirán, pero no me busquen en Betel, ni vayan a Guilgal...” ( 5,4-5). Pero todo fue en vano...

El primer Isaías, un poco después que Amós, en el reino del sur, describe en algunos de sus textos la corrupción del culto al dinero. Habla de una época de riqueza y poderío (2,7s), pero acompañada de una situación trágica de pecado. En aquella sociedad materializada no había lugar para Dios, y por ello se inventan imágenes falsas de él para justificar su modo de proceder.

El culto al dinero corrompe: “Tus jefes son unos rebeldes, amigos de ladrones. Todos esperan recompensa y van detrás de los regalos. No hacen justicia al huérfano, ni atienden la causa de la viuda” (1,23).

Además, el culto al dinero implica siempre unas víctimas: el derecho, la justicia, las clases más débiles de la sociedad: ”Llaman bien al mal y mal al bien...; cambian las tinieblas en luz y la luz en tinieblas...; dan lo amargo por dulce y lo dulce por amargo...; perdonan al culpable por dinero y privan al justo de sus derechos...” (5,20.22).

Sus acusaciones contra el acaparamiento son tajantes: “¡Ay de aquellos que, teniendo una casa, compraron el barrio poco a poco! ¡Ay de aquellos que juntan campo a campo! ¿Así es que ustedes se van a apropiar de todo y no dejarán nada a los demás?” (5,8).

Miqueas, contemporáneo del primer Isaías, ve en el culto a los bienes de este mundo la causa más importante de la ruina de Judá. El afán de enriquecimiento egoísta convierte a Jerusalén en ciudad pagana, enemiga de Dios, merecedora de castigo. Todas las personas importantes de Jerusalén danzan al ritmo del dinero: “Sus jueces se dejan comprar para dar una sentencia; sus sacerdotes cobran por una decisión; sus profetas sólo vaticinan si se les paga, y todos dicen que son amigos de Yavé...” (3,11).

Para Miqueas el acaparamiento de tierras y casas (2, 1-5) supone una actitud idolátrica, ofensiva a Dios, merecedora de castigo.

Jeremías, al final del reino del sur, da un nuevo dato: El culto a los bienes de este mundo no se da sólo entre los poderosos y ricos: amenaza también a los pobres. Todo el pueblo está corrompido por el afán de enriquecerse (cpts. 5 y 6). Denuncia además no sólo la acumulación de bienes materiales, sino especialmente la confianza que se deposita en ellos.

Ezequiel da dos nuevas aportaciones en el proceso de revelación, anticipando lo que dirá Jesús más tarde: considera la avaricia como un ídolo; y afirma que el deseo de enriquecerse es uno de los principales obstáculos para poner en práctica la Palabra de Dios.

Según los profetas los bienes materiales en sí son buenos. Dios quiere la prosperidad para todos sus hijos. Lo malo es la actitud egoísta que se puede tomar ante ellos, y peor aún si esa actitud se quiere justificar apoyándose en Dios.

La actitud fundamental que lleva a divinizar a los bienes de este mundo es la codicia, el deseo de acaparamiento, que se manifiesta en injusticias directas, o no poniendo al servicio de los demás lo que se es y se tiene, o sencillamente viviendo sólo agobiado por la supervivencia . Es idolatría poner en las riquezas una confianza absoluta, como si de ellas dependiera toda la felicidad de la vida.

6 - Divinización del poder

El poder, según la Biblia, también puede ser un ídolo. Se trata del poder considerado como un valor absoluto, ante el que se depositan todas las esperanzas, ya sea el poder de las grandes potencias o simplemente el poder nacional, regional o aun el local y familiar.

Todo poder opresor tiende hacia la idolatría, es decir, tiende a identificarse con un sujeto abstracto, trascendente y universal, que él mismo fabrica. El opresor se desdobla y se identifica con ese sujeto trascendente, en nombre del cual puede reprimir y aun asesinar con toda legitimidad y buena conciencia, incluso con la conciencia de estar agradando a su dios.

Veamos algunos de los pasos dados por el Antiguo Testamento para esclarecer este tipo de idolatría.

a. Los profetas preexílicos

En los profetas anteriores al destierro de Babilonia se da una fuerte corriente en contra de las alianzas con las grandes potencias de aquel momento. No porque las alianzas en sí fueran siempre perniciosas; sino porque intentaban ocupar el puesto de Dios. Rechazan con energía que se deposite el afecto y la confianza en una realidad distinta al Señor, atribuyendo a los imperios unas cualidades que sólo a Dios competen.

Denuncian que la actitud de muchos israelitas es idolátrica porque atribuyen a Asiria, Egipto o Babilonia cualidades exclusivas de Dios: la capacidad de salvar...

Además, estos “dioses” exigen víctimas: el daño de los intereses del pueblo bajo capa de un futuro mejor y más seguro. Los ejemplos de los reinados de Ajaz o Menajén demuestran cómo la seguridad de un régimen se puede comprar al precio de la inseguridad del pueblo. Veamos brevemente algunas citas bíblicas.

Aclara el profeta Oseas, cuando Israel pone todas sus esperanzas en la ayuda militar de Asiria: “Han mandado mensajeros al gran rey; pero éste no podrá sanarlos ni curarles sus llagas...” (5,13). Más adelante se queja de las consecuencias de esta actitud idolátrica. Les dice que son como “tortilla que se ha quemado por un solo lado”, y está a punto de quemarse por completo. Y les añade: “Los extranjeros consumen sus energías sin que se den cuenta; su cabeza está sembrada de canas y no lo notan” (7,8s).

Por ello les trata de “paloma tonta y sin juicio, pues o bien llaman a Egipto, o bien parten a Asiria...” (7,11). Y subraya la inutilidad a la que les llevaron estas esperanzas: “Israel ha sido devorado; es ya entre las naciones un cacharro inútil...” (8,8). “Se llena de viento, corre tras el viento..., multiplicando sin cesar la mentira y la violencia...” (12,2). “Asiria no nos salvará...” (14,4).

El primer Isaías denuncia también la divinización de las grandes potencias. Veamos un solo ejemplo: “Pobres de aquellos que bajan a Egipto, por si acaso consiguen ayuda. Pues confían en la caballería, en los carros de guerra, que son numerosos, y en los jinetes porque son valientes” (31,1). Y aclara: “El egipcio es un hombre y no un dios, y sus caballos son carne y no espíritu. En cuanto Yavé extienda su mano, vacilará el protector, y caerá quien buscaba protección: juntos perecerán” (31,3). Como se ve, en este caso el pecado de idolatría es apoyarse totalmente en los grandes imperios y depositar en ellos toda la confianza.

Jeremías también hace reflexionar a sus contemporáneos sobre la inutilidad de esperar la salvación fuera de su identidad como pueblo: “¿Por qué llamas a Egipto? ¿Acaso te salvarán las aguas del Nilo? ¿Y para qué llamas a Asur? ¿Apagarán la sed las aguas del río?... Como te engañó Asur, también te engañará Egipto. También de ahí saldrás con las manos en la cabeza, porque Yavé ha rechazado a aquellos en quienes confías, y no te irá bien con ellos” (2.18.36s).

Jeremías habla de buscar agua para saciar la sed. La imagen nos sitúa en el contexto del versículo 13, donde Dios aparece como “manantial de aguas vivas”. El pueblo abandona este manantial permanente, para emprender una tarea dura y difícil, “cavar pozos agrietados”: se trata del culto a los ídolos locales. Lo mismo ocurre en el versículo 18: abandona su propia vertiente para ir a buscar lejos aguas desconocidas: las grandes potencias. Se da una clara relación entre el culto a Baal (v. 13) y el culto a los imperios (v. 18).

El poder de las autoridades locales es atacado también en la Biblia cuando se usa como instrumento para abusar de los pobres. El rey debe estar al servicio de todos, especialmente de los más débiles (Sal 72). Por ello se critica duramente a toda autoridad que se sirve de su cargo para abusar de los pobres y así enriquecerse En esta línea son innumerables las citas bíblicas, pero no es éste el momento de especificarlas.

¡Dios les Bendiga!

FUENTE: IDOLATRIA EN LA BIBLIA

J.L. CARAVIAS.



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