viernes, 23 de octubre de 2009

SAN PEDRO. EL OBISPO DE ROMA SUCESOR DE PEDRO

S.S. Juan Pablo II
Audiencia general (27-1-1993)
•Primado de Pedro y sus sucesores. Pedro en Roma.
•Testimonios de S. Ignacio de Antioquia y de S. Ireneo de Lyon.

1. La intención de Jesús de hacer de Simón Pedro la «piedra» de fundación de su Iglesia (cf. Mt 16, 18) tiene un valor que supera la vida terrena del Apóstol. En efecto, Jesús concibió y quiso que su Iglesia estuviese presente en todas las naciones y que actuase en el mundo hasta el último momento de la historia (cf. Mt 24, 14; 28, 19; Mc 16, 15; Lc 24, 47; Hch 1, 8). Por eso, como quiso que los demás Apóstoles tuvieran sucesores que continuaran su obra de evangelización en las diversas partes del mundo, de la misma manera previó y quiso que Pedro tuviera sucesores, que continuaran su misma misión pastoral y gozaran de los mismos poderes, comenzando por la misión y el poder de ser Piedra, o sea, principio visible de unidad en la fe, en la caridad, y en el ministerio de evangelización, santificación y guía, confiado a la Iglesia.


Es lo que afirma el concilio Vaticano I: «Lo que Cristo Señor príncipe de los pastores y gran pastor de las ovejas, instituyó en el bienaventurado apóstol Pedro para perpetua salud y bien perenne de la Iglesia, menester es que dure perpetuamente por obra del mismo Señor en la Iglesia que, fundada sobre la piedra, tiene que permanecer firme hasta la consumación de los siglos (Cons. Pastor aeternus, 2; DS 3056).

El mismo concilio definió como verdad de fe que «es de institución de Cristo mismo, es decir, de derecho divino, que el bienaventurado Pedro tenga perpetuos sucesores en el primado sobre la Iglesia universal» (ib., DS 3O58). Se trata de un elemento esencial de la estructura orgánica y jerárquica de la Iglesia, que el hombre no puede cambiar. A lo largo de la existencia de la Iglesia, habrá, por voluntad de Cristo, sucesores de Pedro.

2. El concilio Vaticano II recogió y repitió esa enseñanza del Vaticano I dando mayor relieve al vínculo existente entre el primado de los sucesores de Pedro y la colegialidad de los sucesores de los Apóstoles, sin que eso debilite la definición del primado, justificado por la tradición cristiana más antigua, en la que destacan sobre todo san Ignacio de Antioquía y san Ireneo de Lión.

Apoyándose en esa tradición, el concilio Vaticano I definió también que "el Romano Pontífice es sucesor del bienaventurado Pedro en el mismo primado" (DS 3O58). Esta definición vincula el primado de Pedro y de sus sucesores a la sede romana, que no puede ser sustituida por ninguna otra sede, aunque puede suceder que, por las condiciones de los tiempos o por razones especiales, los obispos de Roma establezcan provisionalmente su morada en lugares diversos de la ciudad eterna. Desde luego, las condiciones políticas de una ciudad pueden cambiar amplia y profundamente a lo largo de los siglos: pero permanece como ha permanecido en el caso de Roma un espacio determinado en el que se puede considerar establecida una institución, como una sede episcopal; en el caso de Roma, la sede de Pedro.

A decir verdad, Jesús no especificó el papel de Roma en la sucesión de Pedro. Sin duda, quiso que Pedro tuviese sucesores, pero el Nuevo Testamento no da a entender que desease explícitamente la elección de Roma como sede del primado. Prefirió confiar a los acontecimientos históricos, en los que se manifiesta el plan divino sobre la Iglesia, la determinación de las condiciones concretas de la sucesión a Pedro.
El acontecimiento histórico decisivo es que el pescador de Betsaida vino a Roma y sufrió el martirio en esta ciudad. Es un hecho de gran valor teológico, porque manifiesta el misterio del plan divino que dispone el curso de los acontecimientos humanos al servicio de los orígenes y del desarrollo de la Iglesia
3. La venida y el martirio de Pedro en Roma forman parte de la tradición más antigua, expresada en documentos históricos fundamentales y en los descubrimientos arqueológicos sobre la devoción a Pedro en el lugar de su tumba, que se convirtió rápidamente en lugar de culto. Entre los documentos escritos debemos recordar, ante todo, la carta a los Corintios del Papa Clemente (entre los años 89-97), donde la Iglesia de Roma es considerada como la Iglesia de los bienaventurados Pedro y Pablo, cuyo martirio durante la persecución de Nerón recuerda el Papa (5, 1-7). Es importante subrayar, al respecto, que la tradición se refiere a ambos Apóstoles, asociados a esta Iglesia en su martirio. El obispo de Roma es el sucesor de Pedro, pero se puede decir que es también el heredero de Pablo, el mejor ejemplo del impulso misionero de la Iglesia primitiva y de la riqueza de sus carismas. Los obispos de Roma, por lo general, han hablado, enseñado, defendido la verdad de Cristo, realizado los ritos pontificales, y bendecido a los fieles, en el nombre de Pedro y Pablo, los «príncipes de los Apóstoles», «olivae binae pietatis unicae», como canta el himno de su fiesta, el 29 de junio. Los Padres, la liturgia y la iconografía presentan a menudo esta unión en el martirio y en la gloria.
Queda claro, con todo, que los Romanos Pontífices han ejercido su autoridad en Roma y, según las condiciones y las posibilidades de los tiempos, en áreas más vastas e incluso universales, en virtud de la sucesión a Pedro. Cómo tuvo lugar esa sucesión en el primer anillo de unión entre Pedro y la serie de los obispos de Roma, no se encuentra explicado en documentos escritos. Ahora bien se puede deducir considerando lo que dice el Papa Clemente en esa carta a propósito del nombramiento de los primeros obispos y sus sucesores. Después de haber recordado que los Apóstoles «predicando por los pueblos y las ciudades, probaban en el Espíritu Santo a sus primeros discípulos y los constituían obispos y diáconos de los futuros creyentes» (42, 4), san Clemente precisa que, con el fin de evitar futuras disputas acerca de la dignidad episcopal, los Apóstoles constituyeron a los que hemos citado y a continuación ordenaron que, cuando éstos hubieran muerto, otros hombres probados les sucedieran en su ministerio» (44, 2).
Los modos históricos y canónicos mediante los que se transmitió esa herencia pueden cambiar, y de hecho han cambiado a lo largo de los siglos, pero nunca se ha interrumpido la cadena de anillos que se remontan a ese paso de Pedro a su primer sucesor en la sede romana.
[El debate entre Pablo y Pedro]
«Cuando vino Cefas a Antioquía, me enfrenté con él cara a cara, porque era digno de reprensión. Pues, antes que llegaran algunos del grupo de Santiago, comía en compañía de los gentiles; pero una vez que aquellos llegaron, se le vio recatarse y separarse por temor de los circuncisos (o sea, los convertidos del judaísmo). Y los demás judíos le imitaron en su simulación, hasta el punto de que el mismo Bernabé se vio arrastrado por la simulación de ellos. Pero en cuanto vi que no procedían con rectitud, según la verdad del Evangelio, dije a Cefas en presencia de todos: "Si tú, siendo judío, vives como gentil y no como judío, ¿cómo fuerzas a los gentiles a judaizar?"» (Gal 2, 11-14).
Pablo no excluía de ningún modo toda concesión a ciertas exigencias de la ley judaica (cf. Hch 16, 3; 21, 26: 1 Co 8, 13; Rm 14, 21, también 7 Co 9, 2O). Pero en Antioquía el comportamiento de Pedro tenía el inconveniente de que forzaba a los cristianos procedentes del paganismo a someterse a la ley judaica. Precisamente porque reconoce la autoridad de Pedro, Pablo manifiesta su protesta y le reprocha que no actuara conforme al Evangelio.
9. A continuación, el problema de la libertad con respecto a la ley judaica se resolvió definitivamente en la reunión de los Apóstoles y los ancianos, que se celebró en Jerusalén, y en la que Pedro desempeñó un papel decisivo. Pablo y Bernabé tuvieron una larga discusión con un cierto número de fariseos convertidos que afirmaban la necesidad de la circuncisión para todos los cristianos, incluidos los que provenían del paganismo.
Después de la discusión, Pedro se levantó para explicar que Dios no quería ninguna discriminación y que había concedido el Espíritu Santo a los paganos convertidos a la fe. «Nosotros creemos más bien que nos salvamos por la gracia del Señor Jesús, del mismo modo que ellos» (Hch 15, 11). La intervención de Pedro fue decisiva. Entonces -refieren los Hechos- «toda la asamblea calló y escucharon a Bernabé y a Pablo contar todas las señales y prodigios que Dios había realizado por medio de ellos entre los gentiles» (Hch 15, 12). Así se constataba que la posición tomada por Pedro quedaba confirmada por los hechos. También Santiago la hizo suya (cf. Hch 15, 14), añadiendo a los testimonios de Bernabé y Pablo la confirmación procedente de la Escritura inspirada: «Con esto concuerdan los oráculos de los profetas» (Hch 15, 15) y citó un oráculo de Amós. La decisión de la asamblea fue, por consiguiente, conforme a la posición asumida por Pedro. Su autoridad desempeñó, así, un papel decisivo en la solución de una cuestión esencial para el desarrollo de la Iglesia y para la unidad de la comunidad cristiana.
A esta luz encuentra su colocación la figura y la misión de Pedro en la Iglesia primitiva.
El "munus petrinum" del Obispo de Roma como pastor universal
(Juan Pablo II, Audiencia General Miércoles 24 de febrero de 1993)
(Lectura:
capítulo 21 del evangelio de san Juan, versículos 15-17)
Queridísimos hermanos y hermanas:
1. En la catequesis anterior hemos hablado del obispo de Roma como sucesor de Pedro. Esta sucesión es de fundamental importancia para el cumplimiento de la misión que Jesucristo ha transmitido a los Apóstoles y a la Iglesia.
El concilio Vaticano II enseña que el obispo de Roma, como Vicario de Cristo, tiene potestad suprema y universal sobre toda la Iglesia (cf. Lumen gentium, 22). Esta potestad, como la de todos los obispos, tiene carácter ministerial (ministerium = servicio), como ya hacían notar los Padres de la Iglesia.
Las definiciones conciliares sobre la misión del obispo de Roma se deben leer y explicar a la luz de esta tradición cristiana, teniendo presente que el lenguaje tradicional utilizado por los Concilios, y especialmente por el concilio Vaticano I, sobre los poderes tanto del Papa como de los obispos emplea, para hacerse comprender, los términos propios del mundo jurídico civil, a los cuales hay que dar, en este caso, el justo sentido eclesial.
También en la Iglesia, en cuanto agregación de seres humanos llamados a realizar en la historia el designio que Dios ha predispuesto para la salvación del mundo, el poder se presenta como una exigencia imprescindible de la misión. Sin embargo, el valor analógico del lenguaje utilizado permite concebir el poder en el sentido ofrecido por la máxima de Jesús sobre el «poder para servir» y por la concepción evangélica de la guía pastoral. El poder exigido por la misión de Pedro y de sus sucesores se identifica con esta guía autorizada y garantizada por la divina asistencia, que Jesús mismo ha enunciado como ministerio (servicio) de pastor.
2. Dicho esto, podemos volver a leer la definición del concilio de Florencia (1439), que dice: «Definimos que la Santa Sede Apostólica ―y el Romano Pontífice― tiene el primado sobre toda la tierra, y el mismo Romano Pontífice es el sucesor del bienaventurado Pedro, jefe de los Apóstoles y verdadero Vicario de Cristo, y cabeza de toda la Iglesia, padre y maestro de todos los cristianos; y que a él ha sido confiada por Nuestro Señor Jesucristo, en la persona del bienaventurado Pedro, la plena potestad de apacentar, regir y gobernar a toda la Iglesia, como también se contiene en las actas de los concilios ecuménicos y en los sagrados cánones» (DS 1307).
Se sabe que, históricamente, el problema del primado había sido planteado por la Iglesia oriental separada de Roma. El concilio de Florencia, tratando de favorecer la reunión, precisaba el significado del primado. Se trata de una misión de servicio a la Iglesia universal, que comporta necesariamente, precisamente en función de este servicio, una correlativa autoridad: la plena potestad de apacentar, regir y gobernar, sin que ello dañe los privilegios y los derechos de los patriarcas orientales, según el orden de su dignidad (cf. DS 1308).
A su vez, el concilio Vaticano I (1870) cita la definición del concilio de Florencia (cf. DS 3060) y, después de haber recordado los textos evangélicos (Jn 1, 42; Mt 16, l6s.; Jn 21, 15s.), precisa ulteriormente el significado de esta potestad. El Romano Pontífice no tiene solamente un cargo de inspección o de dirección, sino que tiene «una potestad plena y suprema de jurisdicción sobre la Iglesia universal, no sólo en aquellas cosas que pertenecen a la fe y costumbres, sino también en lo tocante a la disciplina y al gobierno de la Iglesia extendida por todo el mundo» (DS 3064).
Habían existido intentos de reducir la potestad del Romano Pontífice a un cargo de inspección o de dirección. Algunos habían propuesto que el Papa fuese simplemente un árbitro en los conflictos entre las Iglesias locales, o diese solamente una dirección general a las actividades autónomas de las Iglesias y de los cristianos, con consejos y exhortaciones. Pero esta limitación no estaba conforme con la misión conferida por Cristo a Pedro. Por ello el concilio Vaticano I subraya la plenitud del poder papal, y define que no basta reconocer que el Romano Pontífice tiene la parte principal: se debe admitir en cambio que él «tiene toda la plenitud de esa potestad suprema» (DS 3064).
3. A este propósito, es bueno precisar enseguida que esta plenitud de potestad atribuida al Papa no quita nada a la plenitud que pertenece también al cuerpo episcopal. Más aún, se debe afirmar que ambos, el Papa y el cuerpo episcopal, tienen toda la plenitud de la potestad. El Papa posee esta plenitud a titulo personal, mientras el cuerpo episcopal la posee colegialmente, estando unido bajo la autoridad del Papa. El poder del Papa no es el resultado de una simple adición numérica, sino el principio de unidad y de conexión del cuerpo episcopal.
Precisamente por esto el Concilio subraya que la potestad del Papa «es ordinaria e inmediata tanto en todas y cada una de las Iglesias como en todos y cada uno de los pastores y fieles» (DS 3064). Es ordinaria, en el sentido de que es propia del Romano Pontífice en virtud de la tarea que le corresponde y no por delegación de los obispos; es inmediata, porque puede ejercerla directamente, sin el permiso o la mediación de los obispos.
La definición del Vaticano I, sin embargo, no atribuye al Papa un poder o una tarea de intervenciones diarias en las Iglesias locales; pretende excluir sólo la posibilidad de imponerle normas para limitar el ejercicio del primado. El Concilio lo declara expresamente: «Esta potestad del Sumo Pontífice está muy lejos de menoscabar el poder de jurisdicción episcopal ordinario e inmediato, por el cual los obispos apacientan y rigen como verdaderos pastores, cada uno la grey que le fue asignada; pues establecidos por el Espíritu Santo (cf. Hch 20, 28), sucedieron en lugar de los Apóstoles...» (DS 3061).
Al contrario, hay que recordar una declaración del Episcopado alemán (1875), aprobada por Pío IX, que dice: «En virtud de la misma institución divina, sobre la que se funda el oficio del Sumo Pontífice, se tiene también el Episcopado: a él competen derechos y deberes en virtud de una disposición que proviene de Dios mismo, y el Sumo Pontífice no tiene ni el derecho ni la potestad de cambiarlos». Los decretos del concilio Vaticano I se entienden de modo errado cuando se conjetura que, en virtud de ellos, «la jurisdicción episcopal ha sido absorbida por la papal»; que el Papa «por sí toma el puesto de cada uno de los obispos»; y que los obispos no son otra cosa que «instrumentos del Papa: son sus oficiales sin una responsabilidad propia», (DS 3115).
4. Escuchemos ahora la amplia, equilibrada y serena enseñanza del concilio Vaticano II, que declara que «Jesucristo, Pastor eterno, (...) quiso que los obispos (como sucesores de los Apóstoles) fuesen los pastores en su Iglesia hasta la consumación de los siglos. Pero para que el mismo Episcopado fuese uno solo e indiviso, puso al frente de los demás Apóstoles al bienaventurado Pedro e instituyó en la persona del mismo el principio y fundamento, perpetuo y visible, de la unidad de fe y de comunión» (Lumen gentium, 18).
En este sentido el concilio Vaticano II habla del obispo de Roma como del pastor de toda la Iglesia, que «tiene sobre ella plena, suprema y universal potestad» (Lumen gentium, 22). Es el «poder primacial sobre todos, tanto pastores como fieles» (ib.). «Por tanto, todos los obispos... están obligados a colaborar entre sí y con el sucesor de Pedro, a quien particularmente le ha sido confiado el oficio excelso de propagar el nombre cristiano» (ib., 23).
Según el mismo Concilio, la Iglesia es católica también en el sentido de que todos los seguidores de Cristo deben cooperar en su misión salvífica global mediante el apostolado propio de cada uno. Pero la acción pastoral de todos, y especialmente la colegial de todo el Episcopado obtiene la unidad a través del ministerium Petrinum del obispo de Roma. «Los obispos ―dice también el Concilio―, respetando fielmente el primado y preeminencia de su cabeza, gozan de potestad propia para bien de sus propios fieles, incluso para bien de toda la Iglesia» (Lumen gentium, 22). Y debemos añadir, también con el Concilio, que, si la potestad colegial sobre toda la Iglesia obtiene su expresión particular en el Concilio ecuménico, es «prerrogativa del Romano Pontífice convocar estos Concilios ecuménicos, presidirlos y confirmarlos» (ib.). Todo, pues, tiene por cabeza al Papa, obispo de Roma, como principio de unidad y de comunión.
5. Ahora bien, es justo hacer notar que, si el Vaticano II ha asumido la tradición del magisterio eclesiástico sobre el tema del ministerium Petrinum del obispo de Roma, que anteriormente había hallado expresión en el concilio de Florencia (1439) y en el Vaticano I (1870), su mérito, al repetir esta enseñanza, ha sido poner de relieve la correlación entre el primado y la colegialidad del Episcopado en la Iglesia. Gracias a esta nueva clarificación se han excluido las interpretaciones erróneas que se habían dado varias veces a la definición del concilio Vaticano I, y se ha demostrado el pleno significado del ministerio petrino en armonía con la doctrina de la colegialidad del Episcopado. Se ha confirmado también el derecho del Romano Pontífice de comunicarse libremente con los pastores y fieles de toda la Iglesia en el ámbito de la propia función, y ello respecto a todos los ritos (cf. Pastor aeternus, cap. II: DS 3060, 3062).
Para el sucesor de Pedro no se trata de reivindicar poderes semejantes a los de los dominadores terrenos, de los que habla Jesús (cf. Mt 20, 25-28) sino de ser fiel a la voluntad del Fundador de la Iglesia que ha instituido este tipo de sociedad y este modo de gobernar al servicio de la comunión en la fe y en la caridad.
Para responder a la voluntad de Cristo, el sucesor de Pedro deberá asumir y ejercer la autoridad que le ha sido dada con espíritu de humilde servicio y con la finalidad de asegurar la unidad. Incluso en los diversos modos históricos de ejercerla deberá imitar a Cristo en el servir y reunir a los llamados a formar parte del único redil. No subordinará nunca a fines personales lo que ha recibido para Cristo y para su Iglesia. No podrá olvidar jamás que la misión pastoral universal no puede dejar de implicar una asociación más profunda con el sacrificio Redentor, con el misterio de la cruz.
Por lo que se refiere a la relación con sus hermanos en el Episcopado, recordará y aplicará las palabras de san Gregorio Magno: «Mi honor es el honor de la Iglesia universal. Mi honor es el sólido vigor de mis hermanos. Así pues, soy realmente honrado cuando a ninguno de ellos se le niega el honor debido» (Epist. ad Eulogium Alexandrinum, PL 77, 933).
Fuente:

www.arvo.net

Dios les Bendiga

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